Este pasaje de las Mis memorias es impagable. Solo recuérdese que la excavación de la Coyolxauhqui, que López-Portillo concibe como una verdadera Aufhebung, se cobró 18 edificios virreinales:
Es este prólogo la consecuencia no prevista de un exceso de comunicación: alguna vez, platicando con Beatrice Trueblood, le confié mis vivencias, ya como presidente de la República, de la mañana en la que por primera vez vi a la Coyolxauhqui. Ni ella sabía que años después intervendría en la dirección de este libro, ni yo que sería invitado a escribir en el prólogo. Aquel 28 de febrero de 1978, sentí pleno y redondo el poder: podía por mi voluntad, transformar la realidad que encubría raíces fundamentales de mi México, precisamente en el centro original de su historia, místico ámbito de su tragedia dialéctica, aún no resuelta. Se me aparecía como la oportunidad de tránsito para propiciar su integración, por lo menos como símbolo. Ponerle una plaza ‘cuata’ a la de la Colonia, al Zócalo de nuestra Independencia, para que todos los mexicanos entendamos que venimos del Omeyocan –lugar dos– que tenemos que aceptar para andar en dos pies por los rumbos de nuestro devenir, admitiendo la mezcla, como condición y fuerza de origen y destino.
La fría mañana era espléndida y el sol iluminaba fuerte entrañas húmedas, unas horas antes todavía cubiertas por pavimentos. La piedra redonda estaba ahí, misteriosa y semioculta entre barro, ladrillos, cascajo. Y alrededor los muchos rostros mexicanos de todos nuestros rastros genéticos, expectantes, curiosos, orgullosos. Descubierta para mí en la redonda crueldad de su místico descuartizamiento, levanté la mirada al entorno y vi las calles y las casas que cubrían el espacio sagrado, torpe amontonamiento multisecular de vida urbana vieja y sustituible. Estábamos exactamente en la que, desde la Colonia, se llamaba “Isla de los Perros”, porque en esa prominencia se refugiaban nuestros mejores amigos cuando las inundaciones los angustiaban. Miles de veces, como estudiante universitario, pasé por ahí, por las calles –Guatemala, Argentina, Licenciado Verdad, Justo Sierra–; por edificios, cafés, billares, cantinas y pasajes. Testigos todos de mis años mozos, los del descubrimiento de mi patria como misión pendiente; de mis angustias infinitas por el infinito; de mis discusiones interminables sobre todas las cosas del universo; de mis peleas a bofetadas, pedradas o garrotazos; de mis risas, gritos y bromas con los compañeros. Era mi barrio.
Y abajo, ahora, estaba la piedra, como clave mágica de un espacio que rescatar; de un ámbito que liberar de lodos, caños, ductos, porquería y sobre todo de la estulticia e inconciencia. Era el lugar sagrado de una teogonía, que muy a su costa aseguraba el orden natural y hacía ciertos los cuencos y los ejes de los astros, al precio de su sangre y por su voluntad de dolor descuartizado para integrar. Estremecedor, conmovedor sacrificio de la carne: reconocida responsabilidad cósmica de la congruencia, sin ejemplo equivalente. Y yo tenía el poder para rescatar el espacio y redimir tiempos nuestros. Poner, junto a la plaza dónde está el templo del sacrificado, el de la descuartizada. Desconcertantes caminos de sangre de esta humanidad nuestra.
Tal vez no habría otra oportunidad. Descubrir, sacar a la luz: darles otra vez dimensión a las proporciones centrales de nuestro origen. Abrir el espacio de nuestra conciencia de Nación excepcional. Y pude hacerlo. Simplemente dije: exprópiense las casas. Derríbense. Y descúbrase, para el día y la noche, el Templo Mayor de los aztecas.