En una pasaje lacónico del Mutterrecht, Bachofen afirma que la transgresión de Prometeo fue naturalizada “trece generaciones más tarde” por Hércules. Es evidente que Bachofen se refiere a uno de los eventos menos comentados que integran el XI Trabajo de Hércules. De camino a las Hespérides, tras librarse de Kyknos, hijo de Ares, y Antaeus, hijo de Poseidón, Hércules recala en el Cáucaso. Ahí, en un risco, yace Prometeo encadenado. Hércules da muerte al águila que, cada noche, devora el hígado del antiguo titán. En agradecimiento, Prometeo revela al héroe la ubicación del jardín de las Hespérides, que resguarda las manzanas de oro. De acuerdo al jurista suizo, este evento constituye el postergado desenlace de la pugna de Prometeo y los dioses olímpicos. A Hércules, el vencedor de monstruos, le corresponde, sin saberlo, naturalizar la hubris prometéica más allá de todo reparo de los olímpicos. De ahí que a menudo se le atribuya la invención de las artes, notablemente la escritura y la astronomía, artes que permiten a los hombres acceder a las formas futuras y remediar así la incuria de Epimeteo, ese titán que vive absorto en la inmanencia. La irrupción de Hércules supondría así, siguiendo a Bachofen, la consagración del ethos prometéico y el definitivo olvido de Epimeteo, cuyos gestos ya en el “tardío Hesiodo” se han vuelto indescifrables. Desde entonces, la inmanencia que regía el orden matriarcal es sacrificada en los altares del Telos, que rige el orden del patriarcado: el paso del reino de la materia al reino de la forma. Para entonces, la physis primigenia sólo puede ya ser pensada como lo monstruoso, lo que el héroe, ufano en su phronesis y primera víctima de la razón instrumental, debe destruir. De esto y otros temas me gusta imaginar que discutieron Ivan Illich y Erich Fromm una tarde de 1970 en Cuernavaca.