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Cartas a los amigos (medievales)

El virtuosísimo políglota de Iván Illich es bien conocido y produjo un nutrido anecdotario. Pero hoy me encontré una historia que desconocía.

Según Jean Robert y Valentina Boremans, Illich acostumbraba desintoxicarse de sus incursiones en la literatura técnica y estadística que leía durante la preparación de esos grandes “panfletos” que escribió durante su estancia en el CIDOC (Alternativas, Energía y equidad, La sociedad desescolarizada, etc.) redactando memoranda y epístolas latinas. En parciular, Illich dirigía epístolas a sus “maestros” medievales en el latín eclesiástico del siglo XII que cultivó a lo largo de su vida. Así, por ejemplo, tras la publicación de La sociedad desecolarizada, Illich redactó una epístola a su venerado Hugo de San Víctor, el teólogo y pedadogo parisino al que Illich consagraría su libro más importante.

Por ejemplo, [escuchamos a Ivan Illich] leer a su amigo Hugo de San Victor —que, recordémoslo, vivía en el siglo XII— una carta sobre la reforma de los programas escolares y universitarios de finales del siglo XX. No sólo le era preciso explicar a Hugo, quien entendía por schola un ocio estudioso, que la escolaridad olbigatoria no era una simple ociosidad bajo tutea, sino que era además necesario inicarlo también en un neologismo que se extendió un siglo después de su muerte: universitas. En sus exposiciones a sus amigos medievales, Illich adoptaba una postular etológica: en esa óptica, por ejemplo, una escuela obligatoria es un sitio donde a rebaños de niños y de niñas se les reúne al son de un timbre (tintinnabulum) en locales cerrados y por tiempos que se habían fijado con antelación, frente a un personaje generalmente mayor que discurre y gesticula frente a una pizarra (lapis sectilis) o a una imitación fabricada en un material sin nombre. Si se somete a ese tratamiento (tractatio, saevita) durante un año, obtendrán un salvoconducto (testimonium) que les dará derecho (potesta) a un año más de los mismos servicios a un nivel más elevado sobre la escala del valor. En otros términos, la educación moderna es una aprendizaje obligatorio, administrado, bajo la égida de la escasez, por profesionales que velan para desalentar tanto a los autodidactas como a los competidores sin diplioma. Es decir, una actividad económica, un “servicio” (en un sentido que no habría podido comprender Hugo, para quien servitium significaba don de sí mismo) distribuido por dosis cronometreadas, en espacios mezquinamente medidos, a grupos reunidos por clases de edad y a veces separados en función de su sexo.

Ojalá algún día un editor obtenga y traduzca las composiciones latinas de Ivan Illich. Por ahora, me gustaría notar la gran efectividad heurística y crítica de este ejercicio que combina la ironía corrosiva con el extrañamiento. Formalicemos la estrategia de este modo: su efecto consiste en volver palpable la deriva y la brecha insalvable que se abre entre un orden A y un orden B, que a primera vista se consideran históricamente continuos, al expresar en lenguaje de A lo que es un lugar común en B. Lo interesante es que el extrañamiento que esto produce tiene el efecto de revelar que aquello que en B ni siquiera es tematizable, pues forma parte de su entramado conceptual más “natural” o “espontáneo”, adquiere visos grotescos cuando se plantea en los términos de A, de los que B por lo demás afirma su descendencia. Para decirlo en cristiano, el modelo moderno de la educación obligatoria, administrada por el estado como un bien de consumo cuyo único objetivo social es facultar al consumidor a consumirla aún más, se vuelve risible y grotesca si se expresa en el lenguaje del primer tratadista de la lectura y la educación de la Edad Media latina.

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