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Dios y el mal latín

En el Tercer abecedario espiritual (1527), el gran maestro de la espiritualidad franciscana observante, Francisco de Osuna, reprende duramente a aquellos que, en su oración interior, se preocupan demasiado por la elocuencia o la corrección gramatical. En particular, reprende a los que, en el íntimo diálogo con Dios, se ufanan en mantener una dicción ornada y bien organizada. Estos, escribe Osuna, “ponen todo su estudio en hablar con Dios como si hablasen con Laurencio Valla”, o alguien que podría recriminarles su “mal latín.” Comparecen ante Dios como si fueran tribunos u oradores, y se desvelan en “escrúpulos y en si lo dice o no, o si ha dicho lo otro o no”. Diríamos que les preocupa más la dispositio del discurso que su contenido, como si el juicio de Dios fuera el de un rétor.

Si el discurso público debe regirse por las reglas de la retórica, el íntimo diálogo con la deidad parece admitir la desorganización, la redundancia e, incluso, el mal latín. Bajo la condición de una mirada divina, se diría que no hay discurso ininteligible: Dios entiende musitaciones, elipsis, barbarismos. Quizá por esto Nietzsche postulara que el último garante de la gramática solo puede ser un Dios.

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