El célebre sermón guadalupano de 1794 que tantos descalabros causaría a fray Servando Teresa de Mier ha sido generalmente desdeñado por la crítica moderna como la extravagancia de un criollo patriota. En efecto, las 4 Proposiciones mediante las que Mier articuló en un solo aliento la veracidad de la aparición, la presencia evangélica en el Nuevo Mundo viviendo los apóstoles, y la identificación de Quetzalcoatl con Santo Tomás, amén de transformar el sayal de Juan Diego en una pieza de arte paleocristiano, impresa del propio cuerpo vivo de la virgen, parecen dignas de una imaginación febril. Sin embargo, leyendo el sermón con atención, al lado de los argumentos históricos implausibles, llama la atención la presencia de una imaginación teológica o espiritual estremecedora. En efecto, la retahila de imágenes, epítetos y “frasismos” nahuas, jalonada de apartes eruditos, etimologías imaginativas e invocaciones marianas, resulta poco menos que incediaria, y si bien el ánimo patriótico, a la luz de la biografía de Mier, es inobjetable, cabe cuando menos admitir también la vehemencia de una espiritualidd erizada de imágenes. (En este remix traté de captar algo de esa poética.)
Como los franciscanos observantes del siglo XVI, cuya espiritualidad, no pudiendo ya ceñirse al razonable humanismo erasmista, se abrió de golpe a una experiencia sensorial y visionaria de la revelación,1 al dominico criollo la historia patria, saturada de signos, imágenes, jeroglíficos e indicios arqueológicos, se le revela como el teatro de una relación directa con la Historia Sagrada y, en particular, la virgen María. La suya es una mística de la evidencia: en las postrimerías del siglo XVIII novohispano, la verdad de la revelación no se manifiesta en el rapto sensorial, sino en las huellas y vestigios; en los frasismos y etimologías de una lengua —el náhuatl— que manifiesta en sus raíces una relación directa con la revelación. Para convencernos de que la elaborada conjectura de Mier era más que un mero ajuste de cuentas contra los “gachupines”, basta recordar que años más tarde, en su primer comparecencia frente al Congreso Constituyente en 1827, Mier se mostraría enteramente convencido de su tesis.
Resulta significativo constatar que aún los artífices de la interpretación dominante del sermón guadalupano de Mier como manifestación de la conciencia criolla no sean inmunes al poder de sus imágenes. Es una instancia de verdadera justicia poética, en la que el poder de las imágenes termina por trastocar el orden de los argumentos y el prurito historiográfico. Hoy por la mañana me encontré con una instancia de este tipo en uno de los libros de David Brading.
En un pasaje de Los orígenes del nacionalismo mexicano (1971), Brading da un súbito cambio de tono y se pregunta: “¿Qué soñaba Mier?” El historiador sospecha que la reconstrucción de los hechos no basta, y adivina la presencia de la imagen y el sueño como un única forma de dar cuenta del sermón. Brading continúa:
La conjunción de Santo Tomás y Quetzalcóatl con Nuestra Señora de Guadalupe ofrece material para un análisis junguiano conforme a los arquetipos del viejo sabio y de la diosa virgen.2
Y así, de pronto, espoleado por la imaginación de Mier, Brading nos revela un poco de sus propios sueños diurnos. Las Proposiciones de Mier le recuerdan al historiador británico un sueño narrado por Jung en su célebre autobiografía, y la similitud claramente le parece tan sugerente que respondiendo a un impulso más primario que el sentido de pertinencia, registra, en nota, el pasaje en el que Jung describe su sueño:
Cerca de la abrupta ladera de una roca vi a dos figuras, un viejo con una barba blanca y un bella joven.3
¿Soñaban lo mismo Jung y fray Servando?