Establecer la continuidad de un espacio nacional en torno a un principio geográfico—la selva, el altiplano o el desierto—es un recurso de honda raigambre en la historia latinoamericana, donde casi todos los proyectos de construcción de nación fincaron la singularidad de una comunidad histórica en la disposición anímica emanada de cierto entorno natural.1 Pero organizar la producción artística de un país latinoamericano en torno a una praxis que, como el paisaje, permanece por definición más allá de la temporalidad del estado nación y los diversos proyectos de modernización que caracterizan la región es un gesto de gran consecuencia. Ambos gestos están detrás de la metáfora que da título a la exposición Waterweavers: The River in Contemporary Colombian Visual and Material Culture, en la Galería del Bard Graduate Center de Nueva York, con la que esta institución académica, consagrada al estudio de las artes decorativas desde una perspectiva histórica, consolida una nueva vocación por el arte y el diseño contemporáneos.
Waterweavers (‘los tejedores del agua’), curada por José Roca (Curador Adjunto de Arte Latinoamericano “Estrellita B. Brodsky” en Tate Modern, Londres) con la asistencia de Alejandro Martín, reúne obras de dieciséis artistas plásticos, activos en Colombia, en relación a dos grandes ejes temáticos: la presencia de los ríos y las artes textiles en el arte y la cultura visual del país. De acuerdo a Roca, el enfoque “metafórico, tangencial” que organiza la exposición se inspira en la constatación de que, a partir de los años noventa, un nutrido grupo de artistas colombianos desplazó el perfil temático de sus obras de un abordaje frontal de la violencia hacia un interés en las variadas formas en las que ésta se registra en el entorno natural: “para hablar de política los artistas comenzaron a hablar de botánica”.2 Sin embargo, Waterweavers muestra que para la generación actual, el giro hacia la naturaleza se proyecta sobre un paisaje que ya no exclusivamente el de las cicatrices del colonialismo o la Violencia, sino también el sustrato que alimenta la vida cotidiana y la vibrante cultura material del país. La alusión al tejido—práctica cuya dimensión cosmogónica para diversas pueblos de la región no debe soslayarse—resume así la imbricación orgánica entre paisaje y cultura, modernidad y tradición, en la que Waterweavers sitúa la producción artística de Colombia. Así, la exposición enfatiza las variadas interacciones del arte contemporáneo de Colombia con las artes tradicionales de los pueblos originarios—orfebrería y arte textil—y sus ricas tradiciones visuales.
Es importante notar que esta voluntad explícita de arraigo en prácticas y lenguajes figurativos tradicionales sitúa la producción artística expuesta más allá de las coordenadas habituales del arte contemporáneo, en un espacio en el que participan lo mismo el diseño gráfico e industrial, las artes decorativas o el dibujo etnográfico y documental. De este modo, junto a las video-instalaciones de Nicolás Consuegra (Bogotá, 1976), Clemencia Echeverri (Medellín, 1950) o Alberto Baraya (Bogotá, 1968), que mediante una estética afín a la propugnada por el Laboratorio de Etnografía Sensorial de Harvard evocan la experiencia cotidiana o simbólica de los ríos colombianos, encontramos las lámparas tejidas con botellas de plástico que Álvaro Catalán (Madrid, 1975) diseñó con artesanos guambianos, el mobiliario de sisal diseñado por Luci Salamanca (Bogotá, 1961) y fabricado por artesanos de Curití, o las pinturas sobre el ciclo anual de la selva que el artista nonuya Abel Rodríguez (La Chorrera, 1941) realizó para una organización conservacionista. Obras que muestran una confluencia ejemplar entre estéticas contemporáneas, estudio formal y renovación de las artes tradicionales y colaboración entre diversos agentes creativos, que imprimen en las obras sus propios valores y sensibilidades.
La exposición, que ocupa tres plantas de la elegante mansión del Upper West Side que acoge la Galería, comienza en el vestíbulo con dos piezas de Olga de Amaral (Bogotá, 1932), decana del arte textil colombiano y cuya obra figura en colecciones como las del Museum of Modern Art o el Metropolitan Museum de Nueva York. Las piezas, que se ofrecen al visitante como verdaderas figuras tutelares, resumen el espectro temático de la exposición: Luz Blanca (1969), pieza temprana que, mediante la evocación de una cascada, explora la posibilidades de un material por entonces reciente (el polietileno), y Nudo azul XIII (2012), manojo de fibras que parecen fluir desde un único nudo. Sorprendente comienzo, pues en estas piezas—que pertenecen al registro más abstracto de Amaral—el arte textil se ve emplazado a su grado cero: un único nudo; una forma y un volumen dictados exclusivamente por la gravedad y la plasticidad de los materiales. Y sin embargo, reducido a su mínima expresión, el arte textil encuentra la forma escultórica: forma que su vez remite a la plasticidad de los cuerpos de agua cuando se despeñan. Este hecho es enfatizado por la forma en que las piezas de Amaral están colocadas a una altura tal que permite su contacto con el suelo.
Cruzando la desnudez de este primer umbral, que ensaya a nivel de la abstracción formal las posibilidades de una metáfora temática, el espectador se adentra en un espacio diametralmente distinto, que marcará la pauta de todas las salas de la exposición: espacio exuberante, en la que cada superficie disponible se reviste de obra (y de mobiliario). La saturación del espacio de exposición ni siquiera permite las habituales notas de sala, que el visitante encontrará, en cambio, reunidas en un folleto-guía. La primera sala de Waterweavers está dedicada íntegramente a Color Amazonia (2006-2013), obra dirigida por Susana Mejía (Medellín, 1978) y realizada en colaboración con un grupo multidisciplinario. Color Amazonia es el resultado de una larga investigación etnobotánica sobre los colorantes que pueden ser extraídos de la flora del río Amazonas, en particular en las zonas vinculadas a las comunidades huitoto y tikuna. El material expuesto en la Galería consta de una serie de treinta pliegos de papel impregnados con más de un tinte—en ocasiones procedentes de varios ejemplares de la misma planta—, un muro cubierto con madejas de fique teñidas, que constituye una instalación textil en toda regla, y una serie de diez monotipos botánicos realizadas mediante contacto con las plantas. Se expone además un libo que documenta minuciosamente la investigación (Bogotá, Mesa Editores, 2013).
Si bien esta variedad de medios y aplicaciones obedece en parte al imperativo de documentar una obra por demás procesual, es importante notar que responde también a otra clase de objetivos y que constituye una tónica común de las diversas salas de Waterweavers. Como ya lo delata la ausencia de notas de sala o cédulas de obra, la exposición aspira a crear una suerte de inmersión sensorial total. Lo primero que hay que decir al respecto es que se trata de una estrategia sumamente efectiva y que en la experiencia de la exposición—al menos para este reseñista—sobresale el efecto de conjunto; la coherencia sensorial de cada uno de los espacios resulta acaso más perdurable que las obras individuales o las minucias del discurso crítico que las acompaña. En uno de los ensayos que abre el catálogo de la exposición, el curador José Roca explica las razones que lo movieron a eludir los dos estilos museográficos que parecerían inevitables para una exposición de esta naturaleza: por un lado, la hipercontextualización propia de los museos etnográficos o arqueológicos, en donde el artefacto sólo es accesible por mediación del discurso interpretativo; por el otro, la descontezualización propia de la exposición de diseño, que tiende a aislar al artefacto en un pedestal. Roca afirma haberse decantado por una tercera vía, más cercana al museo de arte contemporáneo.3 Sin embargo, es importante notar que, al margen de lo proyectado, la solución museográfica que la exposición encuentra dista mucho de recrear el “espacio liso” que caracteriza al campo del arte contemporáneo, espacio de forzada neutralidad en el que todo criterio exterior a las reglas del propio campo y todo remanente de producción social es expurgado en favor de una intercambiabilidad universal. En Waterweavers, como hemos dicho al principio de esta nota, la firme voluntad de arraigo en una geografía cultural concreta afecta al propio espacio de la muestra y da lugar a soluciones museográficas de gran originalidad. En lugar del espacio neutro del arte contemporáneo, encontramos la construcción de ensambles de lenguajes, prácticas y formas, en los que la agencia soberana del artista tiende a difuminarse en favor de conexiones puramente plásticas y sensoriales. Como remedando una crecida fluvial, en Waterweavers las piezas tienden a desbordar sus propios cauces y a confluir en otras obras.
Dos obras—o conjuntos de obras—muestran este principio de confluencia de forma particularmente palpable. La primera es la video-instalación URUMU_WEAVING_TIME (2014), de la diseñadora Monika Bravo (Bogotá, 1964). La obra Bravo consiste en una animación, proyectada en los tres muros de una sala, que recrea de forma digital el proceso de creación de un tejido. Al comienzo de cada ciclo, numerosos puntos de color recorren de un lado a otro la superficie de la pantalla. Mediante sus entrecruzamientos, estos hilos digitales construyen patrones en marca de agua, progresivamente más nítidos, hasta integrar secuencias de paisajes de la Sierra Nevada de Santa Marta. Los patrones de la animación evocan los motivos frecuentes en los textiles ika o arhuacos, provenientes de comunidades que habitan en dicha Sierra, motivos que fueron detalladamente estudiados por Bravo para la elaboración del algoritmo que general la imagen. Actualmente, estos motivos son ampliamente utilizados en las llamadas mochilas arhuacas, un artículo artesanal muy popular en el país y en torno al cual ha nacido una modesta industria de exportación. Sin embargo, urumu (arhuaco: ‘caracol’), el motivo escalonado más utilizado en la obra de Bravo, es uno de los motivos de más ricas connotaciones simbólicas en la cosmogonía ika, así como un elemento estructural importante en el método de tejido de este pueblo.4 En su trasvase a un medio digital, las connotaciones simbólicas y el rico lenguaje figurativo de este arte adquiere nuevas proporciones, lo cual resulta en una poderosa experiencia estética.
La segunda obra—esta sí, colectiva—es la que se construye en torno al trabajo del diseñador David Consuegra (1939–2004), uno de los padres del diseño gráfico colombiano y fundador de los primeros programas académicos de diseño en el país. A finales de los años sesenta Consuegra—formado en escuela modernista de Paul Rand, tras su paso por las universidades de Boston y Yale—dedicó una serie de trabajos al estudio de los motivos geométricos de la orfebrería indígena de Colombia, que resultaría en la publicación del libro Ornamentación calada en la orfebrería indígena precolombina (Muisca y Tolima) (Bogotá, Ediciones Testimonio, 1968). Waterweavers reúne, además del libro, una variedad de dibujos, ilustraciones, carteles y portadas diseñados por Consuegra entre 1960 y 1983, materiales que demuestran el provecho que para el diseñador colombiano supuso el estudio de un lenguaje radicalmente otro. Pero si bien el trabajo ejemplar de Consuegra ocupa un espacio central de la sala correspondiente, ésta exhiba además otros materiales relacionados. Así, el camino abierto por Consuegra continúa en el trabajo de otros diseñadores contemporáneos. Este es el caso de dos obras del estudio bogotano Tangrama, formado por los artistas Mónica Páez, Margarita García y Nicolás Consuegra, hijo del diseñador: la primera es un tapiz geométrico, que recubre todas las superficies de la sala; la segunda es un programa interactivo que permite recrear los patrones geométricos de la orfebrería indígena y crear animaciones ópticas a partir de su superposición.
Más que ofrecer una relación completa de una exposición por demás extensa, esta nota aspira sencillamente a reflejar algunas de las interesantes ideas propuestas tanto por las obras específicas como por el inteligente discurso museográfico de Waterweavers. Resta decir, para concluir que con esta exposición, la Galería del Bard Graduate Center de Nueva York ingresa al circuito del arte contemporáneo latinoamericano con unos estándares y una estampa de origen que esperemos sigan rindiendo frutos en el futuro próximo.
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“Waterweavers: The River in Contemporary Colombian Visuaiil and Material Culture.” Bard Graduate Center, 2014. Publicado en ArtNexus 94, Sep-Nov 2014. ↩
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Roca, J., “Waterweaver: The River in Contemporary Colombian Visual and Material Culture”, en Waterweavers: a chronicle of rivers, Ed. de José Roca y Alejandro Martín. Nueva York: Bard Graduate Center, 2014, p. 22. ↩
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Roca, J., “Waterweaver”, p. 25. ↩
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Orozco, J. Nabusïmake, tierra de arhuacos. Bogotá: ESAP, 1990. ↩